¡Que los cuelguen a todos!

Texto difundido por ‘Habitantes de la luna en Londres’ en diciembre 2010, traducido por Gregoriux  

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El miedo en el vientre…

Ellos lo han instalado allá, en lo más profundo de las tripas, escrupulosamente, concienzudamente. Esto pasa muy pronto, casi en la cuna. Colocan inocentemente un despertador sobre la mesa de noche. Luego un día, una serie de bips digitales, que como múltiples pequeñas bombas sibilantes vienen a romper nuestros sueños y a sacudir nuestros estómagos vacíos. De improviso. Más exactamente en el momento preciso en el que nuestros amos deciden precipitarnos a sus escuelas, luego al ejército o al trabajo, luego al desempleo. En menos tiempo de que se necesita para decirlo ellos nos fastidian bajo su terrible sanción «Te ganarás tu pan con el sudor de tu frente» ¡De pie!

Y cada maldita/perdida mañana, de Nueva York a Moscú, de Lagos a Rio, un mórbido minutero recuerda insidiosamente a toda una clase social que, para aquellos que nos explotan, nuestro tiempo es su dinero. De modo que rápido, a beber un café, tragarse las noticias, disfrazar a los niños. Rápido, tomar un lugar en el tráfico, Llegar a la hora para no arriesgar a perder lo poco que se gana. Rápido, se precisa currar chambear laburar, jalar, dormir y olvidarse de amar. Respetar sus cadencias, ser rentable, competitivo. Los minutos, las horas, las semanas, los años se desgranan bajo los hipos sin piedad del tiempo capitalista, esa invención de los hombres que no saben amar. Y pronto de los estómagos hechos nudo surge el dolor del día siguiente, una angustia que impide dormir, una angustia, una angustia mantenida acosándonos con el trabajo o con nuestro despido. Entonces llega el tiempo de los somníferos y los antidepresivos, a los cuales seguirán los excitantes para mantener el ritmo y preparar el infarto.

De la cuna a la tumba, este miedo que nosotros comenzamos por rechazar, pero que nos ata, nos anuda progresivamente el estómago, nos acompaña, nos domestica a fuego lento. Su veneno termina por hacerse parte de nosotros, hasta el punto de impedirnos la identificación de la serpiente que lo inyecta. Y, claro está, a fuerza de nosotros silbar a la oreja su perentorio joroba o enfermedad grave, ha terminado por persuadir a una parte de entre nosotros, que ha sido más prudente para rendir culto a la explotación, antes que batirse por abolirla.

El miedo deviene terror y dicta un código de buena conducta democrática, rápidamente integrado por nuestros cerebros condicionados, un código como un rótulo publicitario que titila en la cabeza a la menor veleidad de desobedecer: «tu no matarás, en absoluto, al trabajador que nosotros hemos amaestrado en ti!». Sobre este pedestal se erige la estatua del ciudadano, obrero o empleado, dócil, sindicalizado, elector y patriota, contento toda su vida de sufrir en silencio.

Un buen trabajador, una suerte de kamikaze a fuego lento, en tanto dominado por los sacrificios que consiente en lo cotidiano, para engrasar la máquina abusiva que cuando ésta última conozca fallos, él no tendrá ninguna pena en aceptar el sacrificio supremo, el impuesto de sangre, y a dejarse degollar dócilmente, él y su familia, durante una guerra cualquiera en un campo cualquiera al que un partido cualquiera lo habrá convencido de adherirse. Telón!

Telón? No estoy seguro! Pues ese espantoso miedo del día siguiente, madre de todas las sumisiones y de todas las abulias rápido ha hecho por transformarse en determinación revolucionaria cuando, rechazados en masa como mercancía excedentaria por el sistema mismo que los ha confeccionado, los proletarios no han tenido elección, si querían sobrevivir, que la de tomar el riesgo de pensar y actuar colectivamente, como una sola realidad social, como un solo ser. Como ha pasado tantas veces en la historia, y como se reproduce en Athenas, Oaxaca, Bangladesh en Londres, en Roma y hoy en Túnez.

Saliendo a la calle, organizándonos contra nuestros predadores, designando el blanco de nuestro odio –los bancos y los palacios – nosotros no hacemos, finalmente, más que devolver nuestros miedos al expeditor. Y ¿quién es el expeditor? No es tal o cual malvado gestor financiero de algún lugar del mundo, sino el dinero en sí mismo. No es tal o cual residente de la casa blanca o del palacio de Buckingham, sino los palacios en sí mismos. No es tal o cual manera de administrar el capitalismo sino el capitalismo y punto.

Es contra él que nuestras luchas estallan. Y así tomamos consciencia de que es la fuente de todas nuestras angustias, de todos nuestros terrores, a medida que se generalizan nuestros combates. Cogemos el instante en que el ser humano no nació con el miedo en el vientre, que ni encontrar un trabajo ni perderlo estaba en el centro de sus preocupaciones, porque él (el capitalismo) ha necesitado siglos de violencias y de tortura para domarnos y tornarnos dóciles, y que aquellos a quienes hoy combatimos son los dignos descendientes de los verdugos de ayer.

Enrique VIII, rey de Inglaterra es, a todo esto, un bello especimen.

Desde la más tierna infancia se nos colman las orejas con la pequeña historia de los grandes reyes. Sabemos que Enrique VIII hizo asesinar a sus siete esposas. Pero ¿cuántos entre nosotros saben que este buen rey ha consagrado una energía aún más considerable a arrancar a miles de campesinos de la tierra para transformarlos en vagabundos antes de hacerlos trabajadores dóciles y disciplinados?

En esa época, el explotado -el siervo- tenía la posibilidad de cultivar la tierra y de asegurar para él y los suyos un poco de alimento y un abrigo. Comprendemos bien, que él no alberga una mejor insignia que el explotado actual, pero él permanece objetivamente aún vinculado a la tierra y a algunos medios de producción. Para separar a una población aferrada a la tierra y a sus utensilios y tornarla libre de poder venderse por un salario faltaba todavía un poco de tiempo y mucho de terror.

Poco antes del reino de Enrique VIII, en el siglo XV en Inglaterra, guerras, hambres y pestes habían desbarajustado la organización de la clase dirigente. Frente a los señores, los mercaderes adquirían un lugar creciente. El comercio internacional se desarrollaba y ellos acumularon más y más riquezas, lo que les permitió apoderarse progresivamente de tierras abandonadas por los señores y expulsar de ellas a los campesinos. Un nuevo orden social tomaba lugar. Toda una serie de antiguos derechos y costumbres fueron abolidos (pasturas comunes, praderías comunes, utilización común de los bosques…) y con ellos era toda una clase social que se veía de un día para otro sin medio alguno más de subsistencia. Los caminos se poblaron pues de pobres diablos convertidos en vagabundos, mendicantes o bandidos en los grandes caminos. La clase dominante no podía, además, dejar pulular una tal amenaza para la circulación de las mercancías. Se necesitaba poner a trabajar a todos estos piojosos. De extrañas frutas comenzaron a cubrirse los árboles de los bosques ingleses…

Es a principios del siglo XVI que se planta Enrique VIII. Y no se anda con rodeos. Sus shérifs ahorcan a diestra y siniestra. Más de 72.000 vagabundos y mendigos son colgados como guirnaldas navideñas en los árboles de la campiña inglesa. El terror de los poderosos sucede a los actos de resistencia de aquellos que, desposeídos de todo, han pasado a formar las primeras armadas de proletarios. Una nueva clase social, de la que somos los herederos, está naciendo; una clase que quitada de la tierra se verá confrontada con nuevos amos y deberá vender libremente su fuerza de trabajo (libremente pues nadie la obliga a venderla, más que el hambre) a cambio de eso que muy pronto se va a llamar el salario.

Black body swinging in the Southern breeze, Strange fruit hanging from the poplar trees. (Strange Fruit, B. Holiday)

Para disciplinar a esta nueva clase social, hacerla dejar a un lado el gusto por la ociosidad por la pereza, hacerla aceptar la tortura del trabajo (del latín tripalium, que significa instrumento de tortura), sólo la violencia dará los resultados satisfactorios. Así, por ejemplo, en 1547 una ley autoriza a los sherifs a marcar con hierro al rojo vivo a los vagabundos y a esclavizarlos con trabajo durante dos años. Otra ley ordena que «todo individuo refractario al trabajo sea adjudicado como esclavo a la persona que lo haya denunciado como truhán». En 1572 Elizabeth I decreta, en cuanto a ella, que «los mendigos sin permiso y mayores de 14 años deberían ser severamente azotados y marcados con hierro al rojo vivo en la oreja izquierda.» Y remataba, «en caso de reincidencia, los que sean mayores de 18 años deberán ser ejecutados si nadie los quiere emplear durante dos años». En 1601, Queen Bess, pequeño apodo afectuoso de Elisabeth, promulga toda una serie de leyes llamadas «leyes de pobres», que instituyen centros donde los vagabundos y mendigos podrán ser retenidos en contra de su voluntad. Aquellos que han evitado la horca son arrojados a estos campos de trabajo en los que, desde el ingreso, las familias son separadas. En cuanto a los niños, les es administrado un régimen particularmente duro. Sus carceleros pueden golpearlos a merced. Doce o catorce horas de trabajo por día iban, ciertamente, a llevarlos por el camino real de la redención y a transformarlos en buenos trabajadores.

Algunos siglos más tarde el terror está bien instalado. A punta de patadas en los riñones, los buenos trabajadores han comprendido el mensaje y lo han transmitido a sus descendientes. Nuevas generaciones de sherifs, más en fase con sus víctimas. La represión está ahí, tan brutal como ayer –si no trabajas no comes!- Pero la experiencia ayuda, la organización estatal de la explotación se ha perfeccionado al punto de elevar este terror al rango de un arte político, una verdadera ciencia, fruto de una sutil dosificación de control social y de represión pura imbricando a policías, asistentes sociales, curas, sindicalistas, políticos de izquierda o de derecha, fascistas, estalinistas. Compartiendo una misma fe en la religión capitalista del trabajo, todos participan en una frenética carrera de relevos que deja sistemáticamente al sherif a la cabeza, el más apto para someter a los vagabundos a dejarse explotar.

Pero, ¿no llegará pues, nunca la hora de pedir cuentas a estos príncipes brutales de ayer y de hoy? ¿Deberemos vivir con el miedo en el vientre por la eternidad?

La historia reserva sorpresas y éstas no son siempre malas– Ella conoce así mismo a veces también, ciertos retornos que nos dejan sin voz. Hace algunos días solamente, en la noche del 8 al 9 de diciembre de 2010 en Londres durante una manifestación, el coche del príncipe Carlos, hijo de la actual soberana es bombardeado de huevos por una veintena de amotinados al grito de «¡Que los cuelguen a todos!»

¿De las profundidades de qué noche sombría han surgido, pues, estos fantasmas? ¿Es que habrían venido los espectros de los 72,000 colgados a arreglar cuentas con los herederos del culero ese de Enrique VIII?

«¡Que los cuelguen a todos!» retomaban el coro los manifestantes. Y la princesa de Gales, que acompañaba a Carlos, temblaba, el miedo se leía sobre su rostro. Como si de repente lo millares de árboles en los que habían sido colgados los antepasados de esos vagabundos se hubiesen puesto a agitarse en torno de ella y a inclinarse sobre su príncipe, bajando sus frutos terribles a la altura de sus rostros.

 

Millonarios de todos los países uníos, el viento cambia (anónimo ’68)

Verdadero crimen de lesa majestad, los media internacionales, han reportado el acontecimiento y sacado en primera página el rostro aterrorizado de su Alteza real la princesa de Gales, suscitando así por doquier en el mundo las risas sorprendidas de millones de vagabundos modernos, todos contentos de constatar que por una vez, por algunos instantes solamente, ese miedo satánico había cambiado de campo.

Por supuesto, las altezas reales no han sido ahorcadas. Y el pavor que ellos han sentido es bien poca cosa comparado a aquel que viven todos los días los descendientes actuales de los supliciados de Enrique VIII. Basta con pensar en las pesadillas que agitan actualmente las noches de los desempleados de larga duración frente al proyecto de David Cameron, príncipe contemporáneo y actual primer ministro de Inglaterra, que quiere forzarlos a trabajar gratuitamente bajo la amenaza de una supresión de su subsidio de desempleo. El reino del terror, es seguro, no ha sido barrido con algunos huevos arrojados sobre un coche de lujo.

Sólo queda el odio descargado sobre los dos retoños principescos, y las reacciones de hilaridad que eso ha suscitado no auguran nada bueno para el futuro de los capitalistas, pues para su mayor desgracia estas situaciones tienden a repetirse (cfr. Ese exministro apaleado durante una manifestación en Grecia, o los escraches en Argentina, o Tony Blair que no puede más aparecer en público sin recibir los cacharros de yogurt sobre su figura) y testimonian, en la base de los explotados,  una neta voluntad de ver que el miedo cambia de campo. Algunos huevos contra un príncipe, piedras contra los policías, un zapato contra un presidente… eso no son más que algunos indicadores suplementarios de un cambio que se esboza. La fábula de la no violencia del príncipe, preconizada por aquellos que construyeron la civilización sobre millares de cadáveres es cada vez menos creíble. ¿Cómo conceder aún una apariencia de crédito a todos esos escritores o intelectuales de izquierda en los que el espíritu bien pensante más que proponer un mundo sin explotación, se limitan a suavizar las torturas? Sus tentativas de poner en un pie de igualdad a tiradores de adoquines y policías sobre-armados, tanto que sus llamadas a la calma frente a una ocupación o un motín, no buscan más que bloquear la vía sobre la cual se incorporan los dominados para reponer en cuestión su dominación.

Nosotros, los vagabundos de hoy no hemos olvidado nada. Ni los colgamientos ni el hierro al rojo vivo, ni los campos de trabajo ni el desempleo forzado. Nosotros no hemos perdonado nada. Y no estamos engañados. Su modernidad se jacta de haber calmado nuestros dolores reemplazando los golpes y garrotes por los despertadores y los ansiolíticos, pero estamos bien conscientes que la triste sucesión de bips que anudan nuestras tripas persiguen el mismo objetivo: sacarnos de la cama a los horarios que os convienen y empujarnos a vuestros presidios.

Pero los vagabundos tienen menos y menos miedo. Príncipes old style, o políticos a la última, los David Cameron, los Charles y las Camillas del mundo entero no tienen más que agarrarse/cogerse bien, pues el océano de violencias sobre el cual reposan sus bancos y sus palacios es un serio riesgo que puede engullirlos un día. ¿Será que el miedo va cambiando de lado?

No olvidaremos nada, No perdonaremos nada!

Ni olvido ni perdón, al paredón

Hang them all!

 

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